domingo, 22 de diciembre de 2019

El Guardián en el Centeno

Hoy algo de ti murió con algo de mí. Maldita tristeza. Así es como poco a poco comenzarás a convertirte en nosotros.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Navidad en Tacubaya

Cuando los primeros rayos del amanecer golpearon el asfalto, él ya bailaba. En una danza sagrada preparada siglos atrás para agradar a los dioses, el conchero dejaba su alma y su cansancio. Y su obligación ya no era en los atrios de los templos donde las conchas de armadillo y los estandartes representaban la grandeza de nuestros ancestros, sino en las calles, en las explanadas paganas por las que decenas de miles de infieles pasaban todos los días. Ahora era por dinero. Nadie le prestaba atención. Ninguno de los automovilistas atestiguaba el ritual en el que al sonido de cascabeles y percusiones el conchero construía un puente para unir el vientre de la Coatlicue con el quemante beso de Tonatiuh. Bajo el semáforo de la intersección, el sol que avanzaba sobre nubes de platino ayudaba a resaltar los colores diluidos de su vestuario con tiras de lentejuela y tapa rabo de piel. Coronando su cabeza, el maxtle dorado sujetaba un ikuazéhatl adornado con plumas de faisán y pavo real, que le investía una elegancia otrora destinada a la realeza, y hoy despoblada de majestuosidad y relegada a los sucios rincones de mercados y barrios olvidados de la Ciudad.


En la madrugada, antes de comenzar, pidió permiso a los cuatro rumbos del Universo y a Téotl para sonar las ayacaxtli y la tlapitzalli, que con su ventoso sonido característico resonaba con más rudeza que la tibia flauta de los extraños europeos. Danzaba con furia, perdido en éxtasis, ignorado por transeúntes que atravesaban la calle con prisa, pensando en nieve, trineos y noches de paz, pero que, a diferencia de él, ignoraban la grandeza de su procedencia. Nadie lo veía. Nadie regalaba monedas. Nadie le ofrecía ni a él ni a su familia una mirada condescendiente.

A media tarde, cansado de dar vueltas y sonar cascabeles, el danzante tomó un descanso en el camellón. Su esposa lo miró con una tristeza que le agrietaba los ojos por tantos años de siempre lo mismo. En su reboso, un recién nacido dormía, respirando en espasmos, soltando a segundos burbujitas de baba que de inmediato se secaban por el calor de invernadero.
“Sigue enfermo,” exclamó ella en un idioma milenario desprovisto de emoción. “Respira como si ya no hubiera aire.”
Entonces el conchero se puso de pie, y sintiendo su corazón punzándole las piernas y la cadera y en las costras de sus pies, arremetió contra su suerte maldiciéndola con brincos y vueltas que no provocaron la compasión de los dioses ni de nadie. Gemía con la tlapitzalli, y más fuerte aún cuando los automovilistas acallaban su reclamo con un vulgar concierto de claxons y gritos y peticiones humillantes para que se hiciera a un lado. Hombres como él ensucian la ciudad. Una patrulla se acercó y le pidió su cuota. El poco dinero se le fue en el alquiler de diez metros de concreto.

Entrada la noche, volvió al camellón. Se asomó al interior del reboso y vio que su hijo no se movía.
“Murió en la tarde,” exclamó ella.
El conchero musitó algo en una lengua que sólo comprenden quienes se sienten impotentes para proteger a los suyos y, poniéndose nuevamente de pie, tomó a su hijo recién nacido y atravesó la calle seguido de su esposa.

Entraron a una iglesia. Sintiéndose indignos de acercarse al altar, permanecieron en silencio en la parte posterior. Él abrazaba a su hijo contra su pecho semidesnudo. Las personas, ataviadas con abrigos negros que llegaban hasta las rodillas, escuchaban a un sacerdote hablar de un niño que, hacía dos mil años, había nacido en el más humilde de los lugares, olvidado del mundo, acompañado únicamente de sus padres y de animales de establo. Ese niño moriría después preguntando por qué Dios lo había abandonado. Pero llegaría un día en el que el mundo entero se hincaría delante de él y lo llamaría Rey.
Volviéndose hacia su mujer, el conchero exclamó: “Mira, está hablando de nuestro hijo.”

Ella asintió.

Los tres salieron a la calle, de regreso a una ciudad que, sin importar fecha ni horario, jamás tendría tiempo para mirar al interior de su propio corazón.


Prometí no olvidar

lunes, 22 de agosto de 2016

Tic Tac Tic Tac

Este cuento está dedicado con gratitud
a Andrea Marcor, Daniela Romano,
Diana Romero y Tania Zaga:
ellas me hicieron imaginar.

            El reloj colgado en la pared del quirófano marcaba las 9:14 pero nadie había para atestiguarlo. Casi siempre, la sala ovalada de mosaicos azules se hallaba rebosante de actividad, alguna operación de emergencia, una cesárea o un trasplante. A veces, los enfermeros se reunían clandestinamente para fumar o jugar a los naipes. Sin embargo, a esa hora de la noche el lugar se encontraba estático y en un silencio casi absoluto. Lo único que se movía eran las tres agujas del reloj de carátula redonda que colgaba en la pared, y si no fuera por el sonido característico que producía el instrumento ni siquiera el Tiempo sería consciente de su propio tránsito.
            Para el minutero, la labor que desempeñaban él y las otras dos manecillas era la más importante de todas. Si le preguntaran, sin falso orgullo explicaría que la rotación del mundo – y del universo mismo – dependía del elegante y continuo fluir de su camino, el cual quedaba de manifiesto con los dos breves pero precisos chasquidos, a los que la humanidad se había ya acostumbrado. Tic, tac. Siempre iguales, siempre puntuales, siempre eternos. ¡Cuán conocidos eran esos sonidos, cuán relativos! Pero el minutero no se engañaba, estaba al tanto de la negligencia con la que se les trataba. Para los hombres ellos eran sólo un mecanismo funcionando. ¡Ay de ellos, que desconocían lo que perdían en cada chasquido!
            El minutero no reparaba en estas pequeñeces. Su existencia estaba ligada a su trabajo y a todo lo que de su exacta ejecución dependía. La construcción de ciudades, el erguimiento de estatuas, el transcurso de las palabras; una guillotina cayendo, las agujetas de un zapato desanudándose, el sudor que se convierte en gotas en una ventana, los eclipses y los menguantes, las yemas de los dedos recuperando su rosado original; la ansiedad, el dolor, la espera, una vena hinchándose; la electricidad que permanece en los labios, una pestaña meciéndose, las ondas en una taza de café, el olor a mariposas negras dentro de una morgue; un gato rasguñando el poliéster, una pupila que se dilata, un juez casando a unos novios, un viejo que dice no te perdono, la velocidad del sonido, Dios ordenando hágase la luz, la artesana que tiñe de rojo su telar, un hombre llorando en la sala vacía de un cine, el desafío a la gravedad. Todo se supeditaba a ellos; sin ellos tres la vida no existiría. A pesar de la testarudez del hombre en dar por sentado el paso del tiempo, las manecillas cumplían estoicamente su misión, y de no haber sido por un incidente que pasó desapercibido para todos – y que puso en riesgo la continuidad del cosmos – podría decirse que ellas jamás dudaron de su vocación.
            Se trató de un error, una eventualidad fuera de la ley, un cansancio del destino que pudo haber acarreado consecuencias funestas. Esa noche, después de que dos mujeres con batas verdes y zapatillas de tela terminaron de asear y desinfectar la sala, el reloj se quedó solo pronunciando su imbatible sonido. Tic, tac. Todo aparentaba transcurrir como de costumbre: la manecilla horaria, lenta y sabia, se arrastraba lánguidamente hacia el siguiente dígito. Por su parte, el minutero, atento y precavido, se enorgullecía de sus saltos, mientras que la aguja de los segundos, cándida y joven, corría alegremente en pos del futuro. Entonces ocurrió el milagro. Sin darse exacta cuenta de cómo ni por qué, el minutero sintió el roce de la manecilla de los segundos cuando ésta realizaba su afanosa carrera por alcanzar el siguiente minuto. Nadie lo notó, fue un desvío imperceptible. La fricción fue tan mínima que el mundo siguió su cauce sin parpadear. El segundero se alejó cantando, pero él, metafísicamente trastornado, quedó marcado para siempre. Si para la vida no hay explicación, tampoco para la ardiente emoción que lo conmovió a partir de ese momento. Antes, jamás había reparado en ella. Ahora eso había cambiado. Por primera vez apreció que la piel de la manecilla tenía el color de la nuez y que su cabello, ondulado y rebelde, muchas veces llegaba a la cita antes que ella. O se atrasaba según su capricho. En sus ojos, el guardián de los minutos descubrió una felinidad cautivadora que lo electrizaba casi paralizándolo, y, al seguirla con la mirada, descubrió que no corría de un segundo al otro como él lo había inferido, sino que en realidad daba brincos como si sus pies fueran de una goma volátil e insubstancial. Con todo, lo que más lo perturbó fue el aroma que ella dejaba en cada vuelta y que se desvanecía casi tan pronto como lo aspiraba. Era dulce como la madera que no envejece.
            Desde aquel brevísimo contacto, él no dejó de pensar en ella, y como ocurre siempre en estos casos, con el primer suspiro apareció la ansiedad. Impacientemente, el minutero comenzó a asomarse detrás de los números aguardando el retorno de la aguja. Los 61 segundos que a ella le tomaba completar el ciclo se volvieron eternos. Tic, y ella no aparecía; tac, y no llegaba. Cuando finalmente se acercaba, el encuentro fugaz sólo acrecentaba en él la intranquilidad propia del enamoramiento. Luego ella volvía a marcharse sin mirar atrás, a dar una vuelta más al reloj. Conforme él se iba percatando de que su amor jamás sería correspondido, cada chasquido se convertía en una espina que le daba en el alma. Contrario a lo que uno podría suponer, el minutero aprendió a maldecir el Tiempo.
            El sudor en sus manos y la enfermiza palidez de su rostro no pasaron desapercibidos para la aguja de las horas, que, aprovechando un momento de cercanía, le aconsejó que se olvidara de todo ese asunto. No hay nada que hacer, dijo la manecilla sabia. Tiene razón, supuso el minutero. ¿Cuándo se había sabido de semejante atrocidad? Sólo un loco podía pensar que un encuentro amoroso de tal índole sería posible. El minutero prometió olvidarla y la aguja de las horas no encontró motivos para dudar de su promesa. Por todos era sabido que lo único que tenía palabra era el Tiempo.
            Pero, a pesar de sus esfuerzos, el minutero no dejó de pensar en ella ni de entristecerse cada vez que la veía partir. Entonces decidió hacer algo al respecto. Una mañana en la que todo parecía regirse bajo la normalidad, repasó por última vez las palabras que le diría a la desprevenida manecilla cuando ella volviera a pasar encima de él. Sus manos sudaban con un nerviosismo atolondrado y su garganta se había transformado en un enjambre de sufridas confesiones. Así, cuando por el horizonte curvilíneo la vio aparecer, supo que la hora había llegado. Pero nada es como uno lo planea. Justo en el momento en que se disponía a detenerla por el hombro, las puertas del quirófano se abrieron violentamente y dos enfermeros entraron cargando a una mujer que gemía de dolor. Detrás de ellos, un doctor gritaba instrucciones al tiempo que les pedía a los enfermeros que sujetaran fuertemente a la mujer y la mantuvieran con las piernas abiertas. La mujer no dejaba de golpear la mesa de operaciones y de vez en cuando se llevaba las manos al vientre, en el que crecía una enorme y puntiaguda protuberancia. “¡Sálvelo, Doctor!,” suplicaba lastimosamente. “¡Salve a mi hijo!” El médico desgarró su ropa interior y asistido por una enfermera introdujo sus manos enguantadas en el cuerpo de la mujer embarazada. Su expresión denotó que algo no estaba bien. Sobre sus cabezas, intentando ignorar la súbita distracción, el minutero esperó a que la manecilla de los segundos pasara y se detuviera sobre él. Aunque la aguja de las horas lo reprendió exigiéndole que cumpliera su promesa, no hubo nada que hacer. Aquel estaba resuelto a explicarle a la joven lo que había sentido desde la noche en la que lo rozó distraídamente y que lo había estado atormentando. El amor, cuando no se confiesa, es hielo, y él ya no podría soportar más aquella ausencia de calor.
            Abajo, maniobrando torpemente, el doctor gritaba: “¡El cordón lo está asfixiando y no logro alcanzarlo!” Cediendo ante el dolor, la parturienta perdió el conocimiento y quedó inerte sobre la mesa de operaciones. Lo último que pasó por su mente fue el terror de saber que su hijo nacería muerto. Angustiado, el doctor supo que al niño le quedaban pocos segundos. Si no conseguía desanudarlo, el cordón umbilical lo estrangularía hasta matarlo. Tic, tac… tic, tac.

Tic,

tac…

            Entonces, en el instante preciso en el que la manecilla se posó sobre él, el minutero extendió sus brazos y la sujetó como si de ello dependiera la cordura del universo. Lo que ocurrió a continuación sólo ha sido supuesto en teorías sin fundamento que la ciencia ha descartado por absurdas, pero que la Filosofía no ha renunciado en ponderar. Cuando los brazos del minutero la rodearon por el cuello, ella detuvo su marcha y el Tiempo en su totalidad se detuvo. Las partículas de polvo que flotaban en el aire permanecieron estáticas, el viento dejó de correr y el escorpión no pudo inyectar su ponzoña en el escarabajo. Ningún insulto fue pronunciado, la ropa dejó de lavarse, la Tierra dejó de circundar al sol. Nadie se besó y nadie murió. Los edictos se quedaron en las bocas de los monarcas y ni una sola ola alcanzó la playa. En fin, la Creación permaneció quieta, la vida pausada sin reproche y sin alivio. En este punto el minutero habló. Le dijo a la manecilla del amor que sentía por ella, de cómo antes del incidente su vida había tenido propósito, pero que ahora una duda existencial se había apoderado de él. ¿Qué caso tenía avanzar si no era hacia ella? ¿Para qué medir el paso de las horas y los días si jamás la tendría junto a él? ¿De qué servía admirarla si no la podía tocar? Mirándola directamente a los ojos, él dijo: “Sin ti, cada fragmento del tiempo que medimos… duele.”
            Desde el Big Bang, Tiempo y Distancia no habían vuelto a estar tan unidos como en el momento en el que ella se dejó besar por él. Lo que sintieron es especulativo, y si ese beso realmente se dio, no existiría palabra que lo pudiera definir. El minutero sonrió como nunca antes lo había hecho, y aunque el mundo no volviera a girar, aunque el Destino se hubiera descompuesto, aquello se sentía bien. El minutero no la dejaría ir. Sin embargo, cuando le explicó a ella su decisión, una rasgadura improbable rompió su concentración. Por imposible que pareciera, una gota salada recorría la mejilla de la madre produciendo el único sonido del planeta, parecido al de un arado en tierra seca. Al voltear hacia abajo, las tres agujas descubrieron que la lágrima que brotaba de sus ojos desgarraba su piel en su camino hacia su vientre. Aquello no tenía sentido. Sin Tiempo el Movimiento era imposible. Pero las lágrimas poco saben de física. Más allá, se percataron de algo que los hizo sobresaltarse. Dentro de su barriga, el niño se retorcía penosamente, peleando por mantenerse con vida. Al no haber nacido, continuaría asfixiándose sin pausa a menos que el tiempo volviera a correr. “¡No!,” exclamó el minutero sujetando con más fuerza a la manecilla en sus brazos. Él la miró con ojos suplicantes, temiendo lo que el resto de la eternidad significaría para él si de pronto se atreviera a soltarla. Ella, en cambio, apartando momentáneamente la mirada del bebé, miró con resignación al minutero y sin palabras todo quedó dicho. “¡No!,” volvió a decir él, esta vez sin la fuerza de antes. Amorosa, ella lo acarició. “En otro tiempo, tal vez…” Dejando escapar un grito de frustración, el minutero abrió los brazos como queriendo rodear con ellos al reloj entero. Entonces ella se fue. Entonces él la vio partir. Entonces todo fue luz y ruido y colores y movimiento y palabras y el llanto de un bebé.

            Cuando se llevaron al recién nacido al cunero y los enfermeros acompañaron a la madre a la sala de recuperación, la tranquilidad regresó al quirófano. Por la noche, los enfermeros entraron a jugar a los naipes y dos de ellos hicieron el dramático recuento de cómo esa mañana un bebé casi moría asfixiado. Desdoblaban despreocupadamente sobre la mesa ases, reyes y reinas de espadas, cuando de pronto un gemido los hizo respingar del susto. Era un quejido indescifrable, agudo y triste, que sobrevolaba el lugar. Nunca supieron de dónde venía. Lo que sí pudieron contar, sin embargo, es que el llanto se producía puntualmente, sin demora, cada 61 segundos.

lunes, 25 de abril de 2016

Ya mero

Diana, Tania, Andrea y Daniela... ya mero está su cuento... gracias por esperar...

lunes, 28 de septiembre de 2015

Un Hombre

Hoy tuviste juego. Cada vez que terminas una jugada me buscas en las gradas y te preguntas por qué, en vez de gritarte y echarte porras, te miro con los ojos húmedos. Al finalizar el partido corres hacia mí y me dices “¿Viste esa tacleada? ¡Lo detuve con el casco! Se escuchó puuum.” Te abrazo y me preguntas “¿Ya soy un hombre?” Te respondo “No lo sé,” y mi respuesta no te satisface.
Pasan los días y me dices “sé que te duele no estar conmigo siempre, no verme entrenar todos los días, ni poder hacer conmigo la tarea de la escuela. Si estoy consciente de tus sentimientos y de los sentimientos de los demás, ¿ya soy un hombre?” Y te digo “no lo sé.” Mi respuesta no te frustra, pues intuyes que con el tiempo la definición de ‘Hombre’ te será más clara y la incertidumbre desaparecerá.
Pasan los años y entras a la secundaria. Un día tres muchachos te golpean porque defendiste a un compañero más débil que tú. Llegas a la casa adolorido y me preguntas “¿ya soy un hombre?” Te lavo las heridas, y te menciono una frase que en ese momento carece de sentido. Me das la espalda y te vas a dormir.
En la universidad, parte de tu tiempo lo destinas a visitar enfermos y a calmar la tristeza de otros que no tuvieron tus mismas circunstancias. No lo comprendes aún, pero estás haciendo del mundo un lugar mejor. Por las noches me preguntas, “papá, ¿ya soy un hombre?” Te beso la frente y te digo, “quién lo sabrá.”
Al graduarte, encuentras un trabajo que te apasiona y una mujer que te ayuda a encontrar una definición más grande de lealtad. Eres feliz. Formas una familia, y al nacer tu primer hijo me preguntas “¿ya soy un hombre?” Yo cargo a mi nieto y te respondo “es una gran interrogante.”
Tiempo después las cosas no van bien para ti. Descubres una cara del mundo que te duele y algunas personas que amas te han decepcionado. Me llevas a un lugar apartado y negando con la cabeza me dices “aunque a veces me cuesta trabajo verlo, la vida es lo más hermoso que me ha ocurrido. Si no me he dejado vencer por las adversidades, ¿ya soy un hombre?” Encojo los hombros y murmuro esa frase que de tanto repetirla ha perdido su valor para ti. Mi aparente insensibilidad finalmente te frustra más que cualquier otra cosa. Desilusionado, ya no eres capaz de verme a los ojos. Quizá ha sido un error haberle preguntado a tu viejo todos estos años si ya eras un hombre.
Días después, pasas por mí y me llevas al campo de futbol americano donde juega tu hijo de 9 años. Es su primer scrimmage. Nos sentamos en las mismas gradas en las que yo me sentaba a verte jugar. En cierto momento del partido, él taclea a un ofensivo y evita la anotación. Los tambores suenan, el público lo ovaciona, pero tú no puedes gritar. Los ojos se te humedecen y la garganta se te cierra con un nudo de orgullo indescriptible que apenas te deja respirar. Terminando el juego, corre hacia ti y te abraza exclamando “¿Viste, papá? ¡Lo detuve con el casco! Ya soy como tú. Soy todo un hombre.” Mirándolo a la cara, le dices “todavía no sé si eres un hombre, pero para mí eres más que eso.” Entonces, con ojos esperanzados te pregunta “¿Qué soy?
Tardas en responder. Miras sonriendo hacia donde me encuentro, porque la respuesta qué él busca es la misma que has buscado todos estos años. Con ternura le mencionas una frase que cancela toda incertidumbre, y que es la misma frase que te he repetido desde el primer día que te cargué en mis brazos.
Tú eres mi hijo.”

Al portentoso Bimbus

viernes, 22 de mayo de 2015

Labios de Evangelina

Indagar en las causas que originaron la destrucción carece de sentido. Sería como descubrir un cuerpo carcomido por el cáncer e intentar dictaminar la fecha exacta del primer brote. El cielo se ha empantanado con una lumbre verde y mohosa, el viento cala los ojos; es difícil respirar. Cada paso que damos nos devuelve al principio, a los ríos abundantes de tierra, a los valles despellejados de gente, a los secos pozos, a las iglesias profanadas con ofensas caligrafiadas angustiosamente, y que serán la única herencia literaria para quienes pasen por ahí. Nada puede hacerse ya: el mundo está muerto.
                Los horizontes adornados con hongos radioactivos confunden cualquier brújula, por eso es que andamos en círculos. Mi compañero, el que ha estado siguiéndome desde la primera explosión, habla con veneno; la meta de sus palabras es invalidar mi ánimo, corromperlo hasta extinguirlo; verme caer le haría tanto bien. Pero yo sigo con paso firme hacia adelante, allá donde mi instinto me señala que la pudrición pierde su potestad, pasando la ciudad en ruinas. Camino y camino, y cuando el cansancio me exige un alto camino mucho más. Atravieso por lugares que no vale la pena nombrar, pues su memoria se ha convertido en arena, y sobre sus dunas brillan carbones encendidos, como si todos los relojes del mundo hubieran dejado salir el tiempo, porque los hombres debemos prescindir de él.
                Mi compañero me flagela con insultos, grande e incansable es su intención de paralizarme. Me dice estás solo, me dice más allá de esa montaña de tierra hay más montañas, y detrás de ellas la primera montaña, de la que nunca debiste salir, en la que debiste haber muerto. Yo camino. Cuesta admitirlo, pero mi cerebro tiene hambre. A veces me detengo, pero solo para escribir en el lodo. Con el índice escribo frases que serán rasgadas por los colmillos del viento; si no son frases entonces escribo un nombre.
                Estúpido ingenuo, le escucho decir. Mezclas las palabras como alquimista ciego. Pronto morirás. Descubro bajo una roca una cucaracha y la devoro. Tengo miedo. Quizá lo mejor sea permanecer sentado y dejar que el polvo de lumbre me calcine. Eso, me dice. Finalmente la sensatez. Entonces me pongo nuevamente de pie y camino con rumbo al lugar cuyo nombre es antónimo de oscuridad.
                Estúpido, vuelve a decirme. Todavía piensas que un bautismo puede limpiarte, que existe un paraje que fue perdonado de la destrucción, que en un bosque alimentado por ríos cristalinos yace una urna con tu nombre y que a su lado podrás mencionar la palabra saciedad. Sólo te lastimas dirigiéndote hacia allá. De aquí en adelante lo único que encontrarás serán raíces secas y columnas vencidas. Primero sentirás la sed en tus pies y luego en el alma; el regocijo se reservó para los muertos, pero tú decidiste seguir. Para ti ya no hay lugar. Mejor siéntate aquí, déjame verte desaparecer.

                Yo continúo mi camino. Para ti ya no hay lugar, insiste detrás de mí. Prefiero dejar de escucharlo. Sobre todo cuando en mis huesos intuyo lo contrario.

miércoles, 28 de enero de 2015

La Dama y el Ladrillo

Para @ivanecia y @scientek , 
con cariño.

Sé lo que están pensando. Son tan transparentes que sus gestos delatan sus juicios sobre mí. Pero es tan fácil tildarme de loco, especialmente para quienes no conocen la historia, o más bien, el funesto hecho que la desató y que es lo que me tiene pendiente de las paredes de este hospital. Si prestaran atención, en lugar de ver a un desquiciado apreciarían al alma atormentada, al hombre deshecho. No estoy loco. Y estoy dispuesto a apostar las pocas posesiones que me quedan a que ustedes, de haber presenciado lo que yo, actuarían de la misma manera. ¿Acaso no es ya una leyenda de horror en el pueblo? ¿No han parodiado hasta el absurdo lo que aconteció en la casa del viejo, el penoso dilema de la dama, el infierno que debió vivir y que la mantiene en el delirio? Si en las siguientes líneas intento explicar el terror sobrenatural que experimenté, el crimen que debía ser esclarecido, es en parte para granjearme un poco de su compasión; pero sobretodo, para convencerme a mí mismo. Sí, ojalá.
                Aquel domingo una lluvia helada golpeaba con toda su fuerza las ventanas de la comisaría. Sólo el sargento y yo ocupábamos el primer piso del edificio. Debo mencionar que, sin importar la hora del día, aquel edificio de tres pisos con sus muebles empolvados, sus rincones húmedos y oscuros, y sus oficinas fantasmagóricas inundadas de chillidos indeliberados, siempre me ha provocado escalofríos. Sin duda yo trabajaba en el edificio más espeluznante del pueblo, que si bien cuenta con la usual casa embrujada y sus inexplicables apariciones en el cementerio de las afueras, ninguno se compara con la comisaría y su colección de incómodas vibraciones que, sin importar la hora del día, ponen a cualquiera en un continuo estado de paroxismo. Baste recordar el curioso caso de Albert Duncan, el antiguo sargento de McCook. Fue mucho antes de mi tiempo, pero la historia aún permea en las conversaciones de los sábados en Donna’s, así como en el patio de la escuela primaria. Duncan era un tipo callado y sereno que había logrado mantener el orden durante los últimos quince años. Todos los pleitos se resolvían gracias a él de manera local, sin la necesidad de recurrir a la alcaldía de Mission. Se dice que en esos quince años nadie nunca lo vio desenfundar su arma, excepto una vez. Fue un domingo como éste, misma lluvia, misma soledad. Después de asistir a misa en Saint Mary, entró a la comisaría para atender a unos querellantes que no lograban ponerse de acuerdo sobre un tema por demás irrelevante. Entonces, Duncan sugirió una pausa. Ofreció café a los implicados, pero al darse cuenta de que no había agua en el enfriador, rompió a llorar. Quiero decir, el hombre literalmente se deshizo en llanto, cayendo de cuclillas y escupiendo moco por todas partes. Asustados ante la terrible escena, nadie acertaba a preguntarle el motivo de su dolor. De pronto, poniéndose nuevamente de pie, sacó su arma y se disparó en la cabeza, rociando la pared con sus propios sesos. De esto ya pasó un tiempo; aún así, la oficina donde Duncan se mató sigue vacía. Incluso, algunos aseguran que por las noches todavía puede escucharse el eco de la detonación. Por mi parte, al ser oriundo de McAllen, descartaba esa y otras historias lóbregas tildándolas de supersticiones provincianas. Después de todo, qué es un pueblo de 97 habitantes sin un par de leyendas que les den identidad.
                Tampoco voy a negar que las veces que me correspondió hacer guardia nocturna, ciertas visiones me perturbaran, hombres colgados por el cuello o niños sin ojos, mismas que se esfumaban apenas enfocaba la mirada sobre ellas. ¿Que por qué  nunca mencioné nada de esto? ¿Lo habrían hecho ustedes? ¿Volverían a confiar su tranquilidad a un oficial de la ley que asegura ser perseguido por alucinaciones? Como ven, locura no es lo que me afecta, sino un extremo sentido de la prudencia.
                De cualquier manera, aquel domingo todo parecía indicar que el día se iría quieto, hasta que la puerta se abrió con un estruendo.
                El primero en reaccionar fue el sargento, quien de un respingo se puso de pie tirando por el suelo su café tibio. Al ver al anciano, pálido como la cal, con la piel transparente y la mirada confinada por el terror, gritando por ayuda al interior de las oficinas vacías, permaneció de pie, en silencio, intentando decidir si el hombre se hallaba en auténtico peligro o si se trataba de un extraño caso de rabiosa locura. Yo me mantuve en calma, aunque debo de confesar que llevé mi mano a la chistera cuando vi al viejo correr hacia mi escritorio.
- ¡Está demoliendo mi casa! – gritaba el viejo Flagg, aturdido.
- ¿Quién? – pregunté. En el cuello de la camisa noté manchas de sangre frescas.
- ¡La señora! ¡Está loca! ¡Tienen que ayudarme!
                Sin levantarme de mi asiento, le pedí al viejo que se tranquilizara y me explicara racionalmente los hechos a los que se refería con tanto ímpetu. Su piel albanene me recordaba el capullo putrefacto de una oruga y no pude evitar sentir un espasmo de asco. Sus dientes amarillentos, las desagradables cuencas alrededor de los pómulos protuberantes, la escasa cabellera ceniza que brotaba del cráneo: aquel hombre encarnaba al heraldo de las pesadillas. Deseé que se marchara. En vez de eso, con terrible precisión narró aquello que lo tenía en estado de perturbación. Sus gesticulaciones y aspavientos comenzaron a aturdirme. Debió darse cuenta, pues justo a la mitad de su asombrosa narración, más enfadado que atormentado dijo: - Le exijo que me acompañe. Esa mujer está destruyendo mi casa.
                De reojo vi al sargento asentir; era obvio que no vendría conmigo.

                La casa del viejo Flagg estaba hasta el otro lado del pueblo, así que tuve que subir a mi patrulla y seguirlo. Él manejaba su horrible y destartalada F-150, la cual era la burla del pueblo. Arriba, en el cielo, las nubes no daban señal de querer marcharse, lo que explicaba la parcial luminosidad a pesar de ser mediodía. Hacía varios días que no veía a Flagg. A veces pasaba por Donna´s para desayunar, o a Ed´s Tool and Supplies  para comprar herramientas de jardinería, pero de eso habían pasado muchos días. No siempre fue un hombre extraño; lo cierto es que su vida cambió a partir de la extraña desaparición de su esposa. Cinco años atrás, la Sra. Flagg se había esfumado de la faz de la Tierra rodeada de circunstancias misteriosas. Nadie en el pueblo volvió a saber de ella. Por su parte, cuando llegó la policía, el Sr. Flagg, reveló en pleno ataque de histeria una de las historias más extrañas. Aparentemente, el señor y la señora Flagg habían reñido aquella mañana. Harto de amenazas e insultos, él salió de la casa con la intención de tomar unas cervezas con Big Foot Smith, quien vive en la granja detrás de la iglesia. Se encontraba a punto de tomar el camino principal cuando descubrió que había olvidado su billetera. Al regresar a su casa, encontró a su esposa llorando amargamente en la sala. Ignorándola, entró a su recámara, tomó su billetera, y tras corroborar que tenía suficiente plata para llevar la juerga hasta la madrugada regresó a la sala. Para su sorpresa, ella ya no estaba ahí. La buscó en la cocina, en el baño y en el sótano. Preocupado porque se hubiera llevado la camioneta, salió apresuradamente de la casa, pero la Ford seguía estacionada en su lugar. Buscó entonces en los alrededores, sin suerte: la mujer sencillamente se había volatilizado. Presa del nerviosismo, regresó a su casa para llamar a la policía. Ahí fue donde la escuchó. Cuando descolgó el teléfono, en lugar de la línea escuchó una estática robótica e intermitente, un sonido parecido al que puede escucharse en la BC cuando hay interferencia. El viejo palideció de horror cuando escuchó debajo de aquel ruido infernal la voz de su esposa suplicando que la sacara de ahí. El cuerpo jamás fue encontrado y el caso se archivó como PD (Persona Desaparecida). Aún así, todos en McCook aseguran que fue el mismo Sr. Flagg quien finalmente la había asesinado.
                Es un severo caso de senilidad, me dije mientras doblaba por el camino que subía a su propiedad. Al llegar, nada parecía estar fuera de lo normal. Fue al acercarme a la puerta que escuché un martilleo frenético y constante. Con mano temblorosa, Flagg sacó las llaves y abrió la puerta. La casa, una construcción de un piso con sótano, estaba hundida en la penumbra. Intentamos el interruptor, pero nada se encendió.
- Es la señora – explicó Flagg. – Ya alcanzó la instalación eléctrica.
                Los insoportables martilleos llegaban del sótano, al que se accedía por una puerta de madera. Una fumarola de polvo blanco y cemento me golpeó la cara apenas la abrí, y tardé varios minutos en calmar el ataque de tos. No cabía duda de que alguien estaba muy ocupado demoliendo los cimientos del inmueble.
- ¿Quién es? – pregunté.
- Una señora – respondió Flagg – La encontré ayer en la carretera, dijo que iba de paso. Me pidió refugio para pasar la noche.
- ¿Cuándo empezó con los martillazos?
- Hace dos horas.
                Cautelosamente bajé los escalones. Sin embargo, nada me hubiera podido prevenir acerca de la dantesca escena que me esperaba al llegar al sótano. Una vez que mis ojos se adaptaron a la oscuridad, vi que el sembradío de siluetas desintegradas eran muebles puestos de cabeza, arrumbados contra las paredes, víctimas de un huracán humano. Una de las paredes estaba completamente despedazada, mordida literalmente, sus restos desperdigados por la pequeña estancia. Por los huecos, haces de luz se esforzaban por penetrar la densa polvareda, asignándole a cada objetos un aura tétrica. Al fondo, un televisor hecho añicos yacía al lado de un minibar.
- ¡No, no, no! – lloraba el Sr. Flagg ante la destrucción.
                Los cansados gemidos que habíamos escuchado cuando llegamos provenían de más allá. A tientas, me aproximé, tropezando con sillas, mesas y vajilla.
- ¡Ahí! – señaló el viejo con voz entrecortada.
                Delante de mí, una mujer de mediana edad golpeaba la pared que daba al oeste con un poderoso mazo. Su blusa estaba rota de los puños, y de las yagas de sus dedos escurría sangre. Obleas toscas colgaban de su cabello, cual si hubiera recibido un baño de polvo y yeso. Sus movimientos eran salvajes, casi inhumanos. Los chillidos que salían de su boca semejaban a los que uno imagina cuando lee relatos de ficción, en los que una bestia diabólica termina encadenada al fondo de un abismo.
- ¡Policía! – grité intentando contener un nuevo ataque de tos - ¡Deténgase!
                Si me escuchó o no poco le importó; la mujer continuó con su frenética actividad como si de ello dependiera su supervivencia. Acercándome un poco más, la jalé del hombro para que detuviera la destrucción. Intempestivamente, ella giró la cabeza de tal forma que pude ver en sus ojos una mirada desubicada, no la de una mujer iracunda o llena de remordimiento, sino la de una criatura hecha para un solo propósito. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y por un segundo tuve la certeza de que se echaría sobre mí con el mazo en la mano.
- Soy policía – repetí sin convicción.
                Sorpresivamente, se detuvo en seco levantando en el aire su mano libre, poniendo atención a una voz que sólo ella podía escuchar. Nosotros nos callamos, intentando escuchar lo que fuera que la tenía en vilo. Sin embargo, el único sonido era el de la lluvia que había arreciado en el exterior y el de los relámpagos que caían haciendo la tierra retumbar. Activada nuevamente por su propósito, la mujer arremetió contra la pared con frenesí, taladrando agujeros de los que brotaban arcilla y cemento. Los ladrillos comenzaron a caer como lingotes anaranjados contagiados por la lepra.
- No tengas miedo, Celina – decía – Mamá te sacará de ahí.
- Por última vez, señora. Deténgase o tendré que recurrir a la fuerza.
- ¡Ella está ahí! ¡Debo salvarla!
- ¿A quién?
- Mi hija. La casa se la tragó.
                De reojo advertí la expresión del Sr. Flagg que se constreñía presa de un terror que jamás se había ido.
                Saqué entonces las esposas y me lancé hacia la mujer con el fin de someterla, pero fui recibido por un mazazo que me golpeó directamente en la cabeza, derribándome. Tardé unos instantes en recuperar el sentido, y cuando finalmente logré ponerme de pie me encontré frente a una carriola azul con la capucha desplegada. Una cobija de colores cubría un colchón de plástico. Encima, una sonaja en forma de avecilla emitía su infantil sonido con cada costra de argamasa que caía del techo.
- ¿Por qué no me dijo que había una niña? – pregunté al Sr. Flagg acusatoriamente, al tiempo que señalaba la carriola - ¿Dónde está la niña?
                Pero él sólo negaba con la cabeza. La visibilidad en el sótano se había vuelto casi nula, y las punzadas de dolor en mi quijada iban en aumento. Sabía que pronto sufriría otro desmayo. Por todo lo demás, el aire se acababa, sofocándonos, así que pronto moriríamos asfixiados. Perturbado, estaba por lanzarme sobre la mujer cuando de pronto volvió a detenerse sin motivo aparente. Levantó la mano solicitando nuevamente nuestro silencio, pero con excepción de los fragmentos de ladrillo, plafón y tablaroca que caían indiscriminadamente, no se escuchó nada, ni un chillido, ni un lloriqueo, nada. Pensé en aprovechar su desconcierto para tumbarla, pero corrió desesperada hacia la pared norte. No pude evitar sentir lástima al verla pegando la oreja en diferentes alturas de la pared. Luego, saltó esquivando un librero que había caído y fue a buscar latidos en el interior de una columna de madera. La tolvanera era insoportable y calculé que nos quedaban unos segundos para escapar. Desenfundé mi pistola y apunté hacia ella, quien para entonces sólo repetía Celina, Celina, Celina como una invocación druídica.
- Esta es su última advertencia – dije sintiendo todavía palpitaciones de dolor en la cabeza.
- Celina, Celina, Cel…
                               
                Entonces el infierno cayó del cielo. Una de las vigas que sostenía el techo cedió ante el vapuleo de las paredes bombardeadas cayendo encima de mí y haciéndome soltar el arma. Acto seguido, una segunda viga cedió también, provocando un diluvio de alambre, yeso y concreto que nos enterró momentáneamente, al mismo tiempo que una explosión de polvo nos cegaba por completo.
- ¡Salga de aquí! – grité al Sr. Flagg.
                Yo me abalancé sobre la mujer, arrastrándola hacia las escaleras. Histérica, mordió mi brazo hasta arrancar un pedazo de carne. No podía dejarla ahí, con la casa entera cayéndose a pedazos sobre nosotros. Liberando mi brazo, la tomé por las caderas y la arrastré escaleras arriba, hacia la superficie.
- ¡Suélteme! ¡Mi hija está allá abajo! ¡Suélteme!
                Afuera, la tormenta había convertido el terreno en un lodazal. A unos metros pude ver al viejo Flagg hincado, implorando con amargura mientras la casa en la que había vivido toda su vida se colapsaba.
                Soltándose de mi abrazo, la señora regresó gateando a la casa, pero la cantidad de escombro que se había formado le impidió abrirse paso. Ante nuestros ojos, la casa fue tragada por la tierra. Mientras viva, jamás olvidaré aquel cuerpo postrado, como tampoco olvidaré su llanto que aún resuena como arañazos en el alma.
- Perdóname Celina… perdóname, mi amor.

                En la comisaría, la mujer, cuyo nombre prefiero no revelar, declaró que aquel domingo en la mañana, habiendo terminado de alimentar a su hija de un año de edad, entró al baño para lavar el biberón, labor que tomó menos de un minuto. Cuando salió, la niña había desaparecido de la carriola. Desesperada, comenzó a buscarla por todas partes; incluso, subió despavorida temiendo que su benefactor hubiera podido sustraerla con el fin de lastimarla. Pero el viejo dormía, y la puerta de la casa estaba cerrada por dentro. Así que ni él ni nadie pudieron habérsela llevado.  Estaba por salir a la calle y pedir ayuda, cuando comenzó a escuchar el llanto de su hija proveniente del interior de las paredes.
                Por su parte, en su testimonio, el Sr. Flagg aseguró que la señora a la que dio asilo por una noche había llegado sola, sin la bebé que supuestamente fue engullida por la casa. Lo que llamó la atención fue el hecho de que negara haber visto la carriola azul que yo le había señalado.
- Ahí estaba, sargento – dije – Lo juro. El viejo está mintiendo.
                Nadie me creyó. Ni el sargento, ni mis compañeros. Mucho menos las demás personas que fueron llamadas en calidad de testigos. Para ellos, la mujer estaba en un sitio más allá de la locura. Y de no haber sido lo que vi más tarde, seguramente yo me habría convencido de lo mismo. ¡Hay tanto loco deambulando por los caminos!
                Las indagatorias se prolongaron hasta muy tarde. Se decidió entonces que la mujer permanecería en la celda hasta el día siguiente que sería trasladada al manicomio de Big Spring.
- ¿Cómo pudiste permitir que esto ocurriera? – preguntó el sargento. Yo sabía lo que él y los otros pensaban de mí. Era la desgracia del pueblo - ¿Dónde está tu arma?

                Por la noche, subí a la patrulla y regresé a casa del Sr. Flagg para recuperar mi pistola. Sería una labor difícil de realizar, pues se encontraba sepultada bajo una tonelada de escombro. El terror que había sentido aquella mañana volvió a apoderarse de mí cuando, al subir por el camino que llevaba a la casa vi la pequeña carriola azul avanzando hacia mí. No sé explicar si simplemente se deslizaba o si era empujada por alguna mano invisible: lo que fuera, ahí estaba, sus llantitas de plástico girando sobre el lodo, dejando huellas que provenían desde el lugar donde antes hubo una casa.
                Al bajar de mi patrulla me abrí paso entre polines despedazados y muros cercenados. Alambres y clavos rasguñaban mi piel. Encontrar la pistola sería imposible. En el cielo, un potente relámpago anunció el regreso de la lluvia. Lo mejor sería esperar a que los bulldozers levantaran el cascajo en la mañana. Decidí volver al camino y subir la carriola a la cajuela, de esta forma habría una prueba de la posible existencia de Celina. Entonces la escuché. Primero como un hilo quejumbroso que fue creciendo hasta convertirse en el maullido de un gato moribundo. Era el inconfundible gemido de un bebé. Su llanto agudo y filoso me encrespó los vellos, paralizándome momentáneamente. Con una angustia que no había sentido jamás comencé a apartar los materiales y el escombro, gritando su nombre para tranquilizarla. Pero a medida que arrojaba un tubo o la puerta de un closet, el llanto acrecentaba en ritmo y volumen hasta ser insufrible.
- ¡Celina! ¡Celina!
                Removí lo más que me permitieron mis propias fuerzas. Tendría que pedir ayuda. Así me dispuse a hacerlo hasta que descubrí que el llanto no venía ya de la casa, sino cerca de mi auto. Busqué afanosamente por todas partes, pero no hallé rastro alguno de Celina. Agachándome por última vez, divisé parte del escombro que había arrojado anteriormente. Casi a punto de perder la cordura, tomé los materiales y regresé a la comisaría. Durante el trayecto, los estridente aullidos de la niña me desquiciaban al tal grado que quise estrellar la patrulla en la casa abandonada que está en la intersección.
- ¡Déjame pasar! – dije al joven policía encargado de la guardia nocturna, quien se extrañó al verme llegar con una bolsa llena de papeles, ladrillos, tubos y varilla.
- El sargento ordenó que nadie entrara en la celda.
- ¡Apártate!
                La exasperación que para entonces controlaba mis reacciones y movimientos me hizo temer que sería capaz de matarlo si no se hacía a un lado. El muchacho debió adivinar mis pensamientos, pues sin dudarlo desenfundó su arma apuntándola hacia mí.
- ¡Imbécil! – grité.
                Salí a la calle y rodeé el edificio hasta llegar a la ventana enrejada donde se encontraba apresada la señora.
- ¡Haz que se calle! – supliqué soltando la bolsa sobre el suelo. La ventana se alzaba a unos dos metros, por lo que me era imposible verla. Pero sabía que podía escucharme. Los gritos de Celina ya estaban en mi cabeza, obligándome a tomar una de las varillas para clavarla en mis muñecas.
- ¡Por favor! ¡No puedo más!

                Debajo de mis propios alaridos, un canto maternal se inició en la noche; una voz melodiosa y tierna que venía de la celda y que poco a poco apaciguó a la niña atrapada en la bolsa. Rompí a llorar, mis nervios deshechos por la larga jornada. Lloré sin parar bajo la lluvia eterna, así como lloré irremediablemente a la salida del sol. Así me encontraron los hombres de la ambulancia, acurrucado como un feto, estrujando contra mi pecho la bolsa en la que Celina dormía apaciblemente. No tuve fuerzas para impedir que la arrancaran de mí, ni para preguntar quién cuidaría de ella. Sólo espero que en donde esté pueda escuchar el dulce canto de su madre. Yo lo escucho todos los días.

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